jueves, 11 de marzo de 2010

Deseo de amor

“Aunque haya perdido a mi estrella sé que siempre te tendré para guiarme…

Aunque sienta miedo a la soledad… siempre me quedarán tus palabras susurrándome

al oído…

Cuando el amor gana la guerra nada está perdido… nada está perdido”



Despuntaba el alba cuando se empezaron a oír las primeras notas de la obra del miedo,

del terror…

Una cadencia: la del dolor, siempre acompañada por un coro de voces inocentes

llorando y gritando, más tarde reducidas como melodías tristes y apagadas… Un coro

que sólo se detenía cuando llegaba a esa inevitable coda final llamada Muerte.

Fue entonces cuando María despertó y, desde la ventana más próxima a su

alcoba, vislumbró un amanecer frío y lluvioso de abril.

María no veía un amanecer hermoso desde sus nueve años, y no se debía a que la lluvia

y el frío no dejaran paso al sol y al calor, sino a que, desde que estalló la guerra, los

lamentos y llantos de las personas que la sufrían formaban el acompañamiento de unos

interminables, tristes y solitarios amaneceres.

Años más tarde, María dejó su niñez y, con ella, su inocencia quedó atrás.

Se convirtió en una joven de mirada tímida, pero dentro de ella se escondía un misterio,

pues tenía algo que no dejaba indiferente a nadie. Ella era una mujer humilde, y el deseo

de todos los hombres y, también, de muchas mujeres de aquel reino en guerra, quienes

la acosaban constantemente.

Hubo tantos jóvenes que llegaron a enfermar de amor por María, que pronto comenzó a

haber cierto recelo hacia ella. Unos la temían y otros la adoraban, pero todos y cada uno

de ellos la consideraban la personificación del amor. Y eso es lo que era. María era el

deseo y el amor hecho mujer, era la magia que todos anhelamos encontrar en nosotros

mismos.

Entonces llegó un día inesperado. La guerra se cobró un centenar de vidas inocentes.

Aquel día emanaba muerte, aquel día las espadas chocaban interpretando estridentes

baladas de desamor y, como de costumbre, gritos y alaridos componían el

acompañamiento.

Por enésima vez se asomó María a su ventana. Comenzó a llorar ante el horror de

aquellos días. El amor estaba herido…

Entonces María no dudó, secó sus lágrimas con la manga de su vestido y se dirigió al

infierno de aquella batalla.

Llegó la joven al corazón de aquel fragor de espadas. Los caballeros, los

asesinos…todos comenzaron a mirarla conmovidos. Aquella belleza sin dueño cautivó

las almas de los soldados, quienes no veían algo hermoso desde hace años.

De repente pasó algo inesperado, los soldados tiraron las espadas y los llantos de horror

desaparecieron… El amor se encontraba personificado en una dama de ojos claros.

La guerra terminó.

Tiempo más tarde las gentes del reino que tanto amaron a María comenzaron a

desconfiar... Empezaron a llamarla bruja. Sufrió humillaciones, la acusaron pensando

que una belleza como la suya, capaz de acabar con el horror de una guerra,

sólo podía haber sido engendrada por el mismo diablo.

Poco tiempo después de estas acusaciones María fue entregada a la Inquisición.

Llegó el final, la Inquisición dictó la sentencia de María. Sería condenada por realizar

actos de brujería, y quemada en la hoguera.

Aún quedaba en el reino una minoría de jóvenes soñadores que pensaban en la injusticia

que iban a llevar a cabo con la joven, pero los demás la ignoraban y preferían quedarse

al margen de lo que hiciera la Inquisición y de cómo lo hiciera.

El día preparado para el asesinato, lo que antes llamaban “hacer justicia”, se presentó

cargado de nubes grises que infundían una tristeza profunda e incontenible.

María sentía que el viento le cantaba al oído las canciones que le hicieron soñar cuando

era una niña y, mientras la dirigían al quemadero, comenzó a escuchar los sonidos de su

canción… en su mente…

“Aunque haya perdido a mi estrella sé que siempre te tendré para guiarme…

Aunque sienta miedo a la soledad… siempre me quedarán tus palabras susurrándome

al oído…

Cuando el amor gana la guerra nada está perdido… nada está perdido”




Una vez estuvo María atada al madero desde el cual presenciaría su propia muerte,

el inquisidor pronunció unas palabras en las que acusaba a María de ser una bruja.

Unos minutos después el fuego comenzó a devorar el cuerpo de la doncella… Ella

gritaba… pero ya nadie quería escucharla.

Traicionaron a María como se traiciona al mismo amor. Esta historia sólo refleja lo

que nosotros hacemos con el amor… lo ignoramos, prostituímos “te quieros” que

muchas veces carecen de sinceridad, e incluso lo olvidamos a pesar de que él nos hace

vivir.

Todos y cada uno de nosotros somos una fuente de amor, y emanar este sentimiento es

satisfacer su deseo. Ignorarlo sería abandonarlo a su suerte, para más tarde acusarlo de

brujería y quemarlo en una hoguera.

No habrá otro amanecer triste, gris, solitario… si nos queda el deseo de amor.


NARRATIVA, abril 2007, Judith